Parsifal

Parsifal
Danzante 1

lunes, 5 de octubre de 2009

EL RUIDO


1) Las cosas se volcaron al llegar el ruido. Al principio era intermitente y espaciado, con intervalos de años, de días o de meses. Hoy es más leal que un perro. Sin que sepa desde cuándo exactamente el ruido se convirtió en mi compañero inseparable. Recuerdo que en los primeros tiempos, cuando el ruido era discontinuo, bastaba hacer una concha de caracol con mis manos sobre mis oídos, aprisionar el aire durante unos segundos y soltarlo bruscamente para que desapareciera. Pero regresaba en cualquier momento. A veces lo precedía un silbido lineal que iba creciendo y engordando, y en muchas ocasiones lo detuve con mis manos antes de que adquiriera esa textura de canto de chicharras que nunca mueren. Sé que falta poco para que sea del todo insoportable. Está siempre ahí, con su invariable tonalidad aguda, obligándome a pensar en él, a observarlo, a identificarlo y a reconocerle su preponderancia. Se acentúa en los momentos en que el mundo a mi alrededor hace silencio y no hay música ni voces ni más sonidos que los que surgen de la luna y de los giros del planeta. Entonces es tan fuerte como lo puedo soportar y me lleva al mismísimo borde de mi cordura. Es un ruido blanco, esférico, brillante y sostenido, sin ángulos ni aristas. No tiene ondulaciones ni matices. Sólo altera su volumen y éste depende de la presencia o ausencia de los otros ruidos que, esos sí, son normalmente audibles al oído de los demás. Se esconde tras la música, tras el agua que cae sobre el lavaplatos, tras las voces y los motores de los carros, tras el chorro de la ducha; se oculta levemente debajo de una conversación, y sé que está ahí, siempre ahí, agazapado, dispuesto a sobresalir como una inamovible pared de ladrillos detrás de una cortina, listo a saltar en cuanto lo amenace el silencio, mi hermoso y añorado silencio muerto para siempre desde que se instaló en mi vida esta eterna y maldita cantinela. El ruido se hace gigantesco cuando llega la noche y me dispongo a dormir. En cuanto apoyo mi cabeza sobre la almohada lo siento... digo bien: la verdad es que no escucho este ruido virulento; más bien lo siento dentro de mi cráneo. No viene desde afuera como los demás sonidos sino de adentro; no llega desde el exterior a recorrer los pabellones de mis orejas, a culebrear por sus vestíbulos, a penetrar en mis tímpanos para llegar a mi cerebro, sino al contrario: sale de mi centro y se instala en mis oídos, en mis lóbulos, en mis huesos, en mi humanidad, en lo que yo percibo como mi propia existencia. Así suena el mundo al regreso de los desmayos, o en los instantes previos. Es como si mi tránsito por esta vida careciera de sigilo, como si mi espíritu rozara la tierra produciendo este sonido inmutable, estacionario. Pero no; no es nada tan sublime como eso. Creo que algo se ha descompuesto dentro de mí. Creo que ha dejado de funcionar alguna especie de filtro interior y lo que oigo, o mejor, lo que siento, es el ruido vulgar de mi cerebro al trabajar, el trasegar de mis neuronas, su transformación, su descomposición y su movimiento. Son todas esas órdenes yendo y viniendo a través de una intrincada y nerviosa red de circuitos electromagnéticos, con su consecuente y escandaloso trajín. El silencio ha dejado de ser una posibilidad para mí.

2) Me dicen que con unas cuantas sesiones de acupuntura el ruido desaparecerá. Camino lento pero ansioso hacia la primera sesión por una calle contigua a un colegio de niños. Es una vía alterna semipavimentada y llena de cráteres, como si la hubieran bombardeado para extinguir de por vida el terrorismo. Quizás por esto no hay tráfico vehicular, y estando los niños en sus salones de clase no hay mayor ruido que el de mis pasos y el de mi espíritu rozando la tierra. Teo me dice que todo se debe a una disfunción en lo que para la medicina china significan hígado y riñón, y que el ruido tiene una denominación clínica. Entonces puedo por fin nombrar a mi enemigo: Tinitus. Con un nombre ya lo puedo ver e imaginar. Ha de ser el fantasma de algún romano antiguo a quien de alguna manera ofendí hace muchos siglos y ahora se venga de mí sin piedad. El tratamiento puede durar entre 18 y 24 meses. Acostado boca arriba y con Tinitus silbándome al oído siento la primera aguja en mi cabeza mientras mi amigo Teo me habla de sus cosas y pregunta por las mías. Después en las sienes, en la boca del estómago, en mis costillares, en mis piernas, en mis manos y en los dedos de mis pies. De tanto en tanto me recorren pequeñas corrientes eléctricas que me estremecen. Un profundo sueño me envuelve con sus maravillas y al dormitar me veo niño en los tiempos del silencio. Entonces la vida era otra cosa. El silencio existía realmente. Tanto, que raras veces pensaba en él; sólo lo disfrutaba sin saber que llegaría un día en que no sólo me faltaría por completo, sino que hasta me sería difícil imaginarlo o recordarlo en su verdadera dimensión.

3) Aún dormito sobre la camilla y me veo a mis ocho años, el día en que descubrí el campo con sus melodías y sus olores y su aire límpido. Esa mañana de niño desperté antes que todos, como si alguien me llamara con urgencia. En pijama y descalzo salí de la cabaña y subí al primer cerro que encontré a no más de cien pasos, y me senté sobre la hierba húmeda. No pensaba en nada; sólo disfrutaba a plenitud los primeros sorbos sagrados de la naturaleza, en un delicioso ritual infantil, como ante la más hermosa de las revelaciones. El frío no era tanto a las seis de la mañana. No se escuchaba nada; ni grillos, ni pájaros, ni el silbido de la brisa rozando las copas de los árboles lejanos. Había silencio, y aire limpio y olor a tierra húmeda, y un hermoso conjunto de verdes, grises y pardos que ondulaban, que danzaban con despreocupación. Era el silencio, el verdadero silencio. Pasó el día, pasó la noche, pasaron cosas dulces, maravillosas, y después de un par de meses de quietud bucólica, al llegar a Cali me sorprendió el murmullo indefinible de la ciudad contrastando con el sonido que llevaba sin saberlo en mi memoria más reciente. La ciudad sonaba como el oleaje de un mar metálico, o como un ejército de seres invisibles que iban y venían sin tregua, resollando. Quizás era el presagio de mi ruido eterno.

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