Parsifal

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Danzante 1

lunes, 5 de octubre de 2009

El Cuervo

EL CUERVO


El cuervo salió de mi casa por la ventana o por el balcón, o tal vez revertió el proceso y se deshizo hacia el misterio y no se dejó ver más, igual que como antes a mis espaldas se hizo de la nada para que lo vieran mis ojos al girar. Tenía unas cuantas plumas blancas en medio de su plumaje negro. Tenía los ojos chicos. Tenía la cara de matar o de estar muriendo. Vino a cagarse en mi casa, en mi mesa, sobre mi toalla, sobre mi silla de sentarme a comer. No dijo nada. Caminaba sobre la mesa y sus largas y agudas uñas desgarradoras se deslizaban sobre la fórmica. Volaba entonces hacia una silla, o mejor saltaba, y después hacia otra silla, y de nuevo a la mesa, teniendo más que el espacio suficiente para huir; teniendo frente a sí el largo corredor por donde vino, o al otro lado la ventana inmensa que lo dejó entrar. Pero no le interesó. Cagó sobre la mesa, saltó a una silla y cagó sobre la silla, chorreando su mierda acuosa por la toalla colgada en el espaldar. Sólo vino a cagar, a enfermarme con su mirada y con su ácido vulgar. No pude hacer más que seguirlo con mis aterrados ojos y mi cuerpo inmóvil, sintiéndome atacado lentamente, violentado con premeditación, como si ya me conociera y supiera lo que no soy capaz de hacer frente a todo ese poder, frente a su sorpresiva infamia. Verlo inalterado me erizaba, y la sangre subía y bajaba veloz por la parte trasera de mi cráneo haciendo que se deslizara una y otra vez mi más pálida piel, mi cuero de serpiente, hacia arriba y hacia abajo mi pobre máscara de caucho. El cuervo me miraba de costado con un ojo, giraba y me miraba con el otro, siempre sin miedo, sin parpadear, haciéndome dudar, haciéndome desear su brinco asustadizo, su huida estrepitosa y cobarde, su llanto y su gemido de perdón, en vano. Sólo me miraba, me daba la espalda y me miraba de nuevo, abriendo de tanto en tanto su pico muy despacio, como respirando, como pensando, como preparándose otra vez para su rutina de caminatas, deslizamientos y brincos que volvía a empezar, retornando así al memorizado ejercicio de mi tortura. Retrocedí hasta el fondo de la cocina sin dejarlo de mirar, y tomé el más largo cuchillo que encontré al tanteo. Traté de sonreír para ahuyentar el pavor y sin lograrlo, aún así petrificado, logré blandir ante los ojos crueles del ave el arma mortal. No pasó nada. Después grité mientras agitaba el cuchillo y él no pareció advertirlo. Salté con las manos en alto, di fuertes golpes a la puerta de madera y no se conmovió. Parecía no verme, o no importarle. Tomé valor de mi impaciencia y me escabullí hacia el ventanal para abrir las otras dos grandes naves y mostrarle que aparentemente y más que nada a su alcance estaba esa inmensa belleza del azul, ese espacio infinito, esa brisa otoñal, esa vida aérea sin mayores sobresaltos ni complicaciones ni seres exóticos y amenazadores … pero al regresar no lo vi ya sobre la mesa, ni oí su deslizar de uñas desgarradoras sobre la fórmica, ni vi sus ojos chicos de alquitrán. Lo busqué a pesar del pánico que había invadido mi casa tranquila y solitaria. Lo busqué en la cocina, en el baño, en la habitación. Imaginé sus huellas por el corredor y las seguí con cautela. Llegué hasta el balcón abierto, salí y miré hacia el cielo, hacia los tejados vecinos, hacia arriba siguiendo los surcos de la antigua pared de enredaderas, sobre mi cabeza, a mis lados, a mi alrededor, y no. El cuervo salió de mi casa por la ventana o por el balcón, o tal vez revertió el proceso y se deshizo hacia el misterio y no se dejó ver más. Sin capacidad para interpretar los presagios, me consuela creer que estoy por fin a las puertas de lo sobrenatural.

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