Parsifal

Parsifal
Danzante 1

lunes, 5 de octubre de 2009

MARÍA LILIA EN PRIMER PLANO



A la memoria de Carlos Camacho

“Voces apagadas, susurros que en lo
profundo de una caverna amplificaba el eco,
me llegaban desde la lejana ribera de la Vida”.
Fernando Vallejo, El Fuego Secreto



En esta ciudad de Cali, en este 1985, aunque agónicos aún corren los tiempos como lo hace el extenuado río por el centro de la ciudad. Estoy en la calle Quinta, frente a Tropicana, al lado oriental de la avenida. Aquí, en este punto, adherido al asfalto como alquitrán, miro el gris casi blanco que desde mis ojos se desplaza al infinito en perspectiva de horizonte, y sobre esa superficie oblicua, condensada y calcinada por el sol caleño de las once puedo ver en fotogramas mi vida entera. Pronto seré abogado; entre tanto, mientras termina este diario ir y venir de mi casa a la universidad y de la universidad a mi casa en el Buick 55 de mi familia —que es como si fuera mío—, no soy más que un adicto a las fotos. Soy, además, uno de esos a quienes se les llama “buena gente”. Siempre he creído saber lo que quiero y entender lo que pasa, pero hoy, desde este extraño decúbito dorsal, sólo permanezco a la espera. Aún creo, como lo empecé a creer desde el tercer semestre de carrera, que puedo llegar a ser el presidente de Colombia dentro de unos cuantos años. Cierta vez se lo dije a Julián —no sé porqué le cuento esas cosas— y se quedó en silencio conteniendo el “pobre imbécil” que quizás llegó hasta la punta de su lengua. Por ahora simplemente sigo en este juego de imágenes fotográficas que van surgiendo sucesivamente y cuyo acaecer no entiendo. Ahí estoy, cuando era niño: rostros fugaces, montañas abrazándome y cosas sin nombre que habían sido desplazadas de mi memoria por imágenes quizás más complejas y nombradas pero no más bellas. No sé lo que está pasando, no puedo explicármelo. Tal vez son las tres o cuatro de la mañana de un miércoles cualquiera y estoy en lo más profundo de un sueño que quisiera recordar mañana. Hechos oscuros, borrosas desventuras de mi primera infancia, y la génesis de unos cuantos miedos que persisten a pesar de tanto tiempo. No el miedo a la muerte, al dolor físico, a lo sobrenatural; nunca he sufrido esos miedos banales que conducen a los espíritus vacuos a forjar un dios. Son otros miedos: al tedio, a la estupidez, a la vida indelicada, a la ausencia de maravillas, a no amar, a no escuchar, a no ver. Tengo catorce años, edad redonda llena de tiempos y lugares… Ahí estoy: tengo diecisiete años y bailo y me río de la vida; bailo como si no tuviera pies, ni piernas, ni torso, como si fuera de la estrella el halo, como si yo no fuera más que mis dos ojos que cierro mientras danzo este son cubano lento y cadencioso. Tantos rostros antiguos que ahora recupero y tantos barrios o ciudades que no sé si reconozco o invento. Todo este tiempo resumido en fotogramas intermitentes que no sé quién proyecta ni para qué, ni a cuento de qué me impone esta inmovilidad extrema. Esto no es más que un sueño, un largo sueño: mi existencia entera proyectada en filminas gigantescas en una aleatoria cronología. Mi casa, ¡qué bien!, qué alivio volver a la vida familiar de mis once años, los desayunos a destiempo, las noches blancas y ese estrépito lunar de carcajadas que se elevan sobre el águila impertérrita que vigila el barrio. La familia es un polo a tierra, un cable, un flotador. Mis amigos y yo en el lote de la esquina fumándonos el primer bareto en medio de una risa irrefrenable. La risa, cuando es amplia, limpia, despojada, es el fin último de la vida, es la respuesta a todas las preguntas, es la más maravillosa de todas las maravillas; la vida en su plenitud es la divina risa que en su explosión de júbilo no mira y sube y se eleva como un dios que todo lo envuelve. Puedo oler la mezcla de tierra húmeda y hierba encendida, y ver las señales que los caballos no ven aun estando grabadas como con cincel en los cielos de ciertas noches mágicas. No eran noches sino fulgores, como lo son las imágenes que adornan este sueño. Ahí están mi padre, mi hermana y mi hermano copando como sombras los rincones de mi casa. Mi casa —nuestra casa—, es grande y llena de movimientos y de ruidos que siguen rebotando en las paredes de los grandes espacios ya vacíos. Mi primera novia, mi inocencia... Y ahora es hoy, o es hace un par de semanas, que en este estado de cosas es lo mismo. Ahora soy yo a mis veinticinco, y ahora es María Lilia en blanco y negro, en este primer plano de su risa de dieciséis años. Un plano general cerrado y ya está ella iluminando con la luz de su cuerpo el entorno, posando desnuda frente a mi cámara impaciente. La conocí hace poco en una fiesta que sin ella hubiera sido cualquier fiesta. Es hermosa. Envuelta en su halo de paraíso, en su luminosidad de Venus, me mira y parece asombrarse con mi parlamento incesante. Es una niña linda que habla como si de la vida lo entendiera todo sin saber nada de nada. Su nariz es suave y pequeña y su boca evoca una dicha sin retorno. Desde entonces separarme de María Lilia es perder de vista el horizonte. Ahí estamos: después de algunas fotos me besa; cierro mis ojos frente a ella y permanezco así por mucho tiempo. Nos dejamos estar. Un brusco y repentino fondo blanco hiere mis ojos, un interludio entre silencios, un desmayo de la memoria, quizás. El proyector acelera el paso de las transparencias: ese es mi cuarto, esa mi cama, esas mis chanclas al pie de mi cama. Entre mis cosas sobre el nochero hay un sufragio en el que mi nombre resplandece en letras plateadas encerradas en un marco negro. Ahí está el padre de María Lilia que es un narco vulgar, un traqueto. Ese soy yo, y ese día es anteayer. Es como volverlo a vivir, como un déjà vu: la ilusión de que la vida se repite tan calcada que a veces la vemos desde atrás. Cuando alguien me dijo que eso era una disfunción cerebral me arrebató un cargamento de fantasías que lanzó indolente al abismo desde donde nada regresa. Ahí estoy llegando a mi casa después de un día entero permitiendo que un cura medieval compruebe mi ausencia de conocimientos en derecho canónigo. Debí estudiar en la Nacho en Bogotá, o por lo menos en el Externado; esto de los curas es un bodrio. No hay nadie en casa. Ese es, en primerísimo plano, el aparato que contesta en mi casa. ¡Qué invento!: siempre encuentro gente en mi casa, conocida o no, invitada a seguir o no, ahí están, hablándome sin la menor consideración, contándome cosas que no quiero saber, imponiéndome tareas, amenazándome... El proyector es ahora un estroboscopio de luz blanca alojando en mi memoria lo que llevo de vida. Esa es la puerta de mi casa, vista desde adentro, desde el recibidor, desde la baldosa que me sostiene mientras escucho y veo sobre la madera los golpes que la cimbran. Esa es la puerta de mi casa, vista desde adentro, abriéndose frente a mí para que ese par de sujetos sin brillo en la mirada me exijan a gritos los negativos, las copias, los rollos sin revelar y mi memoria, como si se pudiera deshacer el tiempo, alterar los espacios, cambiar las circunstancias; como si fuera posible que María Lilia no tuviera para mí, de súbito, ni aun la condición de ensueño. Cada muerto se lleva consigo, a cambio de su vida y como un consuelo, la luz de los ojos de quien aprisa y sin llanto lo ha matado. Ahí estoy, ahí me veo y me recuerdo diciendo ¡NO! con mi largo índice pendular señalando la concavidad del cielo frente a esos rostros sin luz ni color. No accedo. Mi vida entera depende de un primer plano de María Lilia en mis retinas, que no puedo borrar porque me pierdo. Gritan nuevamente, vociferan, me increpan, vaticinan la inminencia del fin de los tiempos. Ese soy yo de nuevo, ese día es ayer, esos son mis furiosos brazos cerrando sin el más leve temblor la puerta en sus narices, ese es mi cuerpo tenso acostándose en mi cama, ese soy yo olvidándome de ellos y ese es mi espíritu inquieto buscando refugio en los ojos de María Lilia que me aman, lo sé, y me miran desde todos los rincones de mi único espacio. Ahora veo un sol que es igual al de esta mañana. Si es así, ésta habrá de ser una de esas siestas eternas de los mediodías. Pues sí, es así porque ese día que aparece en plano general es el de hoy. Mi mejilla izquierda se quema de nuevo sobre el gris caliente en donde empieza mi horizonte y mi presente. Toda esta gente sin rostro que me mira… ¡cómo me miran!, me observan en picado, gritan, comentan, suspiran, ríen y se desvanecen al cruzar con su presencia fantasmal las márgenes de este plano general y oblicuo de gran angular, recortado desde mi decúbito dorsal. Sus pasos resuenan sórdidos en mi oído izquierdo. Siento su escrutar irrespetuoso. Buscan su vida en mi agonía, procuran de mi cuerpo inmóvil un consuelo a su fatalidad, a su no saber qué hacer en este planeta. Estoy con María Lilia y éste es otro día. Callamos y presentimos al tiempo. Nos miramos, nos tocamos, nos nombramos, todo simultáneamente en plano medio. Voy en un bus blancoynegro ruta uno por la calle Quinta hacia el sur. Qué bien se ve mi ciudad desde este ángulo vertical aéreo. Ahí voy… recuerdo lo que estoy viendo: voy al centro de la ciudad, chontaduros con sal, sudores y melcochas, corbatas, Cocacola y sándwich de cordero… compro un arma, y ahí estoy de regreso; ese soy yo guardando el arma en mi cartera de canguro. Es la mitad de la mañana de este miércoles en el que los edificios y las calles arden. El bus rueda calle abajo y trepida atiborrado de almas que como yo sudan y transitan inquietas, y esparce su humareda de toxinas por el aire caliente de mi Cali del alma. Voy con María Lilia en mis retinas; siempre va conmigo. No verla sería caer en el abismo. Miro hacia el abismo, hacia atrás, a través del cristal de la ventana grande del bus en el que se apoyan a intervalos mi espalda y mis costados. Ellos vienen en su Yamaha 500. ¿Serán ellos? No lo sé, pero palpo sobre mi cintura la cartera de canguro y compruebo nuevamente el talle de la pistola. Ahí está la iglesia de San Fernando Rey, a las puertas del barrio Miraflores. Ahí está encerrado para siempre en su cripta el papá de Julián, convertido en polvo literal. Por aquí vivo. Halo el cable forrado en caucho verde, suena el timbre y el bus se detiene. Atravieso el lado oeste de la calle Quinta y llego al separador del centro de la avenida. Son ellos; he debido estar seguro. La Yamaha 500 se detiene detrás del bus blancoynegro y el trigueño hombre de pelo lacio me sigue con su mirada sorda y con sus primeros pasos lentos, como una leona a un ciervo. Nos separan veinte metros; aun así percibo en mi nuca su jadeo, el aire caliente que expele su boca de labios que se mueven mecánicamente. Intento tomar la pistola pero el cierre de mi cartera de canguro se atasca mientras cruzo el lado oriental de la calle Quinta, y dos o tres lenguas de fuego, dos o tres animales emplomados, dos o tres punzones diminutos y certeros, dos o tres gritos, tras los estallidos, se meten en mi cuerpo atravesándome la espalda y me recorren por dentro. La sed me ahoga. El tráfico se detiene porque estoy en la mitad de la calle Quinta en posición fetal —decúbito dorsal mirando al sur— quemándome la mejilla izquierda que se aprieta sobre el ardiente pavimento queriendo huir hacia el centro de la Tierra. Miro en contrapicado oblicuo a quienes me miran sin respeto; los veo hurgar en mi alma, construir mi pasado, esculcar mis bolsillos, pisotear mi sangre y ultrajar mi cuerpo. María Lilia en primer plano me mira y sus ojos tranquilos se diluyen, su boca se disuelve, la vida se nubla, mi horizonte se pierde y mi ser se ahueca mientras abro con desmesura mis ojos para que se queden quietos, como si estuviera muerto.

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